La degradación de los valores constitucionales se inició con la disolución del Congreso
Jaime de Althaus
Para Lampadia
Hay una cierta relación de causalidad entre la disolución (inconstitucional a mi juicio) del Congreso por parte del presidente Martín Vizcarra, y el desproporcionado y desorbitado pedido de vacancia presidencial. El hilo conductor es la degradación de los valores constitucionales y la utilización de los mecanismos constitucionales como armas de eliminación política.
Esta relación se mueve en dos planos. Uno es el de la devolución del golpe, que anima a algunos de los actores tras bambalinas. Es el nivel más primario.
El segundo es el proceso de degradación política y de la moral constitucional que se dio como consecuencia de una disolución del Congreso practicada no como solución política a un impasse realmente existente con el Congreso, sino casi como puro deporte populista para incrementar la propia popularidad y como desenlace de un largo proceso de polarización que llevó a sectores supuestamente republicanos a convertir al adversario político en enemigo malsano hasta postular su eliminación.
Pues la institución de la disolución del Congreso, como sabemos, está pensada para cerrarlo cuando el presidente no puede gobernar debido a la oposición irreductible de una mayoría congresal opositora, con el propósito de buscar un nuevo Congreso en el cual el presidente pueda contar con una mayoría propia que le permita llevar adelante sus planes. Ese es el sentido de la mencionada institución. Pero acá el presidente disolvió, pero no presentó lista propia ni estableció alianza con ninguna existente, de modo que quedó en situación aún más precaria que en el Congreso anterior, donde al menos contaba con una bancada pequeña.
A mi juicio, la explicación de esta negligencia absoluta fue la creencia de que el nuevo Congreso le sería favorable simplemente por el hecho de que allí ya no tendrían peso alguno las fuerzas del mal, sino todas las demás que por contraposición sólo podrían ser fuerzas del bien, constructivas y favorables. Una ilusión óptica derivada de la polarización fujimorismo-antifujimorismo que había gobernado la política hasta ese momento.
Lo que hubo allí fue la construcción deliberada de una crisis política –con la colaboración entusiasta por momentos de congresistas de Fuerza popular y el APRA- para producir una situación aparentemente límite que pretendiera justificar la disolución del Congreso. La oposición de Fuerza Popular a Vizcarra había sido de mucha menor intensidad que la que le había hecho a PPK, entre otras razones porque tenía 20 congresistas menos y había perdido la mayoría absoluta.
Por eso, la disolución del Congreso no obedeció a una necesidad objetiva insalvable, sino que tuvo un carácter punitivo: había que castigar y disolver a esos grupos políticos que supuestamente encarnaban la corrupción. Esto, como puede verse en los Comentarios Informativos de hoy, en un juego de pinzas coordinado con los fiscales anticorrupción, que llegaron al extremo de construir delitos inexistentes para ese fin. El resultado fue exitoso: la reducción de los enemigos políticos a su mínima expresión.
La disolución del Congreso, entonces, no tuvo realmente el propósito de buscar un nuevo Congreso con mayoría propia que permitirá gobernar, sino el de sacar del escenario a los grupos políticos execrados. Fue el acto terminal de la larga polarización fujimorismo-antifujimorismo.
Para lograrlo el presidente Vizcarra no solo reactivó la crisis política al demandar el adelanto de elecciones, sino que apeló al cuestionamiento de la forma de elegir a los miembros del TC que era la que siempre se había practicado, que estaba por elegir a un jurista que casi seguramente será de bastante mayor nivel que los que escoja ahora el nuevo congreso por medio de un concurso de méritos al que no se presentan los juristas de alta jerarquía; intervino indebidamente en un procedimiento eleccionario que era de exclusiva competencia del Congreso y sobre el cual, por lo tanto, no cabía hacer cuestión de confianza, y tuvo que inventar la ya célebre y ,consagrada “denegación fáctica” para lograr su propósito.
En suma, se manipuló la Constitución indebidamente para eliminar a enemigos políticos. La conciencia constitucional se degradó. Muy pocos defendieron los principios constitucionales, diseñados para proteger los derechos y a las minorías, no para proscribirlas.
Esa degradación de los valores constitucionales es la que ha funcionado hoy cuando por quítame estas pajas se pretendió vacar al presidente de la República. No por haber disuelto inconstitucionalmente el Congreso –algo que formalmente ya fue resuelto por el Tribunal Constitucional- sino por unos audios en los ni siquiera se advierte con claridad cuál fue la mentira que se articuló, si es que la hubo. Y si la hubo, configuraría un delito de obstrucción a la justicia, algo por lo cual no puede ser acusado durante su periodo.
Nuevamente, usar la Constitución para eliminar al indeseado tan fácilmente expresa un peligroso relajamiento de los valores constitucionales y democráticos entre los actores políticos. Algo que se inició ‘fácticamente` con la pasada disolución del Congreso y la defensa que de ella hicieron los demócratas precarios de nuestro país. Lampadia