No hay dignidad en el odio

Fausto Salinas Lovón
Desde Cusco
Para Lampadia

Los sentimientos no están ausentes en la contienda electoral. Esta última se debate entre el temor y el odio.

Por un lado el temor de una gran mayoría de peruanos, incluido quien escribe, de entregarle el poder a quienes dejaron los fusiles para buscar votos para obtenerlo e instaurar el totalitarismo comunista en el país. Por otro, el odio de muchos frente al fujimorismo.

En este inevitable conflicto de sentimientos y emociones en que se debate un importante sector del país, surge un tercer elemento sobre él cual nos queremos detener. La dignidad.

Los que odian dicen que la dignidad es más fuerte que el temor y por ello, prefieren que en el Perú se instaure una dictadura comunista, con tal de que el apellido Fujimori no vuelva al gobierno. Nos dicen que no votan por el fujimorismo por dignidad. En este grupo hay muchos. Desde familias que perdieron el estatus por el cese en las deficitarias empresas estatales de los 90s hasta familiares de terroristas apresados. Familias de empleados estatales que salieron con retiros voluntarios e incentivos del Estado y no pudieron reinsertarse en la actividad productiva hasta empresarios o profesionales que no resistieron el cambio de una economía cerrada y mercantilista a una economía donde se compite y el consumidor es el soberano. Izquierdistas que creían que les llegaba la hora de gobernar en los 90s a quienes Fujimori se les puso en el camino hasta pulpines que se han creído el relato de que Abimael es un luchador social y Fujimori la expresión más acabada del mal.

La pregunta es. ¿Hay dignidad en ese odio?

El odio es un “sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia”. Es sinónimo de aborrecer, abominar”.

Para el Profesor de Filosofía de la Universidad Carlos III, Oscar Pérez de la Fuente:

“el odio es una emoción, que puede ser manipulada –especialmente por demagogos– y ha tenido históricamente gran poder movilizador.”

Quienes odian, por lo tanto, manipulados o genuinos, buscan la desgracia de quien odian, buscan el mal de lo que aborrecen.

¿Es esto digno? La dignidad es la cualidad del que se hace valer como persona, se comporta con responsabilidad, seriedad y con respeto hacia sí mismo y hacia los demás y no deja que lo humillen ni degraden” y ser digno es, como lo señala el diccionario actual:

una cualidad y un valor que tienen las personas” (…)  la dignidad se refiere al mérito que tiene una persona por las acciones que hace en pos de la humanidad y en beneficio de los demás y de la sociedad.

Querer el mal del fujimorismo y el mal del país a consecuencia de ese odio no es entonces algo digno. No es una acción de beneficio para los demás, ni para la sociedad. Mucho menos es un acto de responsabilidad o seriedad. Es simplemente odio.  

Los que odian, tienen el derecho de hacerlo. Nadie se los puede impedir. Lo que si les podemos impedir es que se pongan en un peldaño de falsa superioridad moral y nos digan que su odio es dignidad. Odiar no dignifica. No hay dignidad en ese odio que pondrá a nuestro país en manos de una dictadura comunista. Lampadia




Necesitamos un Acuerdo Político además de un nuevo Gabinete Ministerial

Fausto Salinas Lovón
Cusco, 03 de abril de 2018
Para Lampadia

Quienes crean que la crisis política se superará con un nuevo Gabinete Ministerial y designando ministros que “salgan a la calle”, que “no sean de San Isidro” o que “tengan mejor comunicación política”, se equivocan y parecen no haber entendido lo que sucede hace dos años en el Perú.

La caída de PPK no es atribuible únicamente a sus antiguos conflictos de intereses durante el Gobierno de Toledo y a sus graves errores políticos.  Es la obvia y advertida consecuencia de la incapacidad de los vencedores de las elecciones del 2016 (Fuerza Popular y Peruanos por el Cambio) de arribar a un punto de encuentro político y, haber permitido que la estupidez política de uno y otro lado agudice el conflicto y los dañe a ambos, en distinta medida.

LAMPADIA ha sido el medio más definido en favor de un acuerdo político por el Perú y quien escribe este artículo ha abogado junto con otros peruanos por la necesidad del mismo para dar sentido a los resultados electorales del 2016, donde el país optó por la economía de mercado y el modelo de crecimiento económico que el señor Humala estancó (El Perú no necesita una segunda vuelta – 14.04.2016, ¿Acabará la estupidez política peruana? – 15.12.2016, Vayamos a un acuerdo político de coincidencias básicas – 27.04.2017, No basta el diálogo, se requiere un acuerdo político inmediato – 06.07.2017).

Ni el claro mandato electoral del 2016, ni las lecciones de la historia política peruana que mostraban que ningún gobierno constitucional sin mayoría parlamentaria concluyó su mandato democráticamente (Bustamante 1948, Belaunde 1968 y Fujimori 1992), fueron suficientes. Los intereses domésticos de ambas fuerzas políticas hicieron que la lección de la historia no se tome en cuenta, impidieron el acuerdo (más allá de que la responsabilidad de unos sea mayor que la de los otros) y nos llevaron a la crisis pasada, cuya factura para el país es incalculable.

Felizmente, el Presidente Vizcarra, en su discurso inaugural ha dado a entender que tiene una mejor lectura de lo que sucede y ha hablado de la necesidad de poner un “punto final a la política de odio y confrontación que ha causado daño a paísy ha propuesto a todas las fuerzas políticas “un pacto social”.  

Sin embargo, bastará que el nuevo Presidente comprenda el problema y la necesidad del Acuerdo Político? ¿Será suficiente que Fuerza Popular entienda también esta necesidad por su propia supervivencia y a pesar de los intereses subalternos y menores de algunos de sus miembros?

Me temo que no.

Hay demasiados “radicales libres” o actores sueltos en la política nacional que no entienden la necesidad de este consenso político mínimo o no lo desean por sus intereses particulares o porque apuestan por el ‘reset’ político, que incluye nuevas censuras ministeriales, investigaciones, vacancias y como no, nuevas elecciones. Y estos actores sueltos se hallan en uno y otro bando y en todos los sectores políticos y pueden echarse abajo el Gabinete Villanueva, en menos de lo que todos deseamos. Por ello, lo que menos importa hoy día es saber si los nuevos ministros, muchos de ellos respetables e idóneos, saldrán a las calles a gobernar o comunicarán mejor su gestión. Lo que importa es que haya un acuerdo político que garantice la gobernabilidad y viabilidad de la segunda etapa de este gobierno.

Para algunos este acuerdo debe existir, pero puede ser tácito. Para otros, entre quienes me cuento, debería ser explícito y quienes llevaron al país al borde de la ingobernabilidad, debieran asumir la tarea de co-gobernar, como necesaria expiación política que demuestre que no solo obstruyen sino también edifican y que su mayoría parlamentaria no sólo está conformada por Bienvenidos, Mamanis o Becerriles, sino también por personas capaces de poner el hombre para reconstruir el país.  El acuerdo tácito puede crear la coartada de que no se asumirá el obvio desgaste político de todo gobierno; pero a mi juicio será insuficiente para reconstruir un caudal político destruido por acto propio. Sólo la redención de una buena gestión gubernativa compartida puede hacer que el Fujimorismo purgue los pecados cometidos y tenga alguna viabilidad futura. Asimismo, es necesario que Mercedes Aráoz, Juan Sheput y los izquierdistas más responsables, aplaquen sus dolores y dejen de jugar a la desestabilización del nuevo gobierno. 

¿En este acuerdo político hay lugar para otros sectores políticos? Yo creo que sí.

Todos aquellos que quieran sumar a la gobernabilidad y el desarrollo deben ser bienvenidos, en la medida en que respeten el claro mandato de las ánforas de abril del 2016, que son las que mandan, antes que los gritos en la calle de algunos profesionales del desorden o los alaridos anónimos e inorgánicos de otros en las redes sociales.

Por ello, no debemos creer que baste un nuevo Gabinete Ministerial. Es imprescindible un Acuerdo Político que evite mayores desgracias a nuestro país. Lampadia




Lección de socialismo en la escuela

Ingenioso análisis descriptivo de las debilidades sociales que encierra el socialismo para la producción de riqueza y bienestar.

Un profesor de economía dijo que nunca había reprobado a un solo estudiante, hasta que una vez debió reprobar a una clase entera.

Esta clase particular había insistido en que el socialismo realmente funciona con un gobierno asistencialista que intermedie sobre la riqueza, entonces nadie sería rico, todo sería igual y justo. El profesor entonces dijo: “Está bien, vamos a hacer un experimento socialista en esta clase. En lugar de dinero, usaré las notas de sus pruebas. “Todas las calificaciones se otorgan en base al promedio de la clase, y por lo tanto sería” justo”. Todos reciben las mismas notas, lo que significa que, en teoría, nadie va a fallar, así una “A”. Después de calculada la media de la primera prueba, todos recibieron una “B”. Quién había estudiado con dedicación se indignó, pero los estudiantes que no se habían esforzado estaban muy contentos con el resultado. Cuando se tomó la segunda prueba, los perezosos estudiaron aún menos, ya que esperaban obtener buenas calificaciones de todos modos. Aquellos que habían estudiado bastante anteriormente, decidieron que ellos también se aprovecharían de las notas de otros. Como resultado, el promedio de la segunda prueba fue una “D”. A nadie le gustaba ella. Después de la tercera prueba, el promedio general fue una “F”. Las notas no han vuelto a los niveles más altos, pero los desacuerdos entre los estudiantes, la búsqueda de culpables y malas palabras se han convertido en parte de la atmósfera de esa clase. La búsqueda de la “justicia” de los estudiantes había sido la causa principal de las quejas, el odio y el sentimiento de injusticia que han pasado a formar parte de esa clase. Al final, nadie quería estudiar para beneficiar al resto.

Por lo tanto, todos los estudiantes repiten el curso… Para su sorpresa total. El profesor explicó: “el experimento socialista fracasó porque cuando la recompensa es grande el esfuerzo por el éxito individual es grande. Pero cuando el gobierno quita todos los premios a la hora de tomar las cosas de los demás para dar a los que no lucharon por ellos, entonces nadie va a tratar o querer hacer lo mejor posible. Tan simple como eso”.

1. No se puede llevar a la prosperidad a los más pobres, sólo sacando la prosperidad de los más ricos para que algunos reciban algo sin tener que trabajar.

2. El gobierno no puede dar nada a nadie que no lo haya tomado de otra persona.

3. Al contrario de lo que se cree, es imposible multiplicar la riqueza, tratando de dividirla

4. Cuando la mitad de la población cree la idea de que no tienen que trabajar porque la otra mitad  va a apoyarla, y cuando la otra mitad cree que no vale la pena trabajar para mantener a la primera mitad, entonces llegamos al principio del fin de una nación.

Fuente: Facebook, post no precisado

Lampadia




Populismo versus República

A continuación publicamos un nuevo video de la guatemalteca Gloria Álvarez sobre su gesta contra el populismo que ha hecho tanto daño a la región latinoamericana.

 

Verl el video en el siguiente link:

https://www.youtube.com/watch?v=qfUMq5wXT8E

 




El poder de la blasfemia

Por Mario Vargas Llosa

(La República, 19 de Abril de 2015)

 

Es poco menos que un milagro que Ayaan Hirsi Ali, una de las heroínas de nuestro tiempo,  esté todavía viva. Los fanáticos islamistas han querido acabar con ella y no lo han conseguido, y no es imposible que lo sigan intentando, pues se trata de uno de los más articulados, influyentes y valerosos adversarios que tienen en el mundo. Acaso tanto como sus ideas y su coraje, sea su ejemplo lo que atiza el odio contra ella de los militantes de Al Qaeda, el Estado Islámico y demás sectas fundamentalistas del Medio Oriente y del África. Porque Ayaan Hirsi Ali es una demostración viviente de que, no importa cuán estrictos sean el adoctrinamiento y la opresión que se ejerza sobre un ser humano, el espíritu rebelde y libertario siempre es capaz de romper las barreras  que se empeñan en sojuzgarlo.

Hirsi Ali nació en Somalia, en una familia conservadora, padeció la mutilación genital en la pubertad, y fue educada en Arabia Saudí y en Kenia dentro de la más severa observancia musulmana: llevó el hiyab, celebró la fatua que condenaba a muerte a Salman Rushdie, pero, cuando sus padres quisieron casarla con un lejano pariente en contra de su voluntad, se atrevió a huir y pidió asilo en Holanda. Allí aprendió el holandés, llegó a ser diputada por el partido liberal, y desde entonces comenzó una campaña, en la que no ha cesado hasta ahora, contra todo lo que hay de violento, intolerante y discriminatorio hacia la mujer en el Islam. En sus tres primeros libros se servía mucho de su propia autobiografía para mostrar los extremos de crueldad y ceguera a que podía conducir el fanatismo musulmán y a explicar las razones de su apostasía y ruptura con la religión de su familia.

En el que acaba de publicar en Estados Unidos, “Heretic. Why Islam Needs a Reformation Now” (que será editado en España por Galaxia Gutenberg con el título de “Reformemos el Islam”) critica, con su franqueza habitual, a los gobiernos occidentales que, para no apartarse de la corrección política, se empeñan en afirmar que el terrorismo de organizaciones como Al Qaeda y el Estado Islámico es ajeno a la religión musulmana, una deformación aberrante de sus enseñanzas y principios, algo que, afirma ella, es rigurosamente falso. Su libro sostiene, por el contrario, que  el origen de la violencia que aquellas organizaciones practican tiene su raíz en la propia religión y que, por ello, la única manera eficaz de combatirla, es mediante una reforma radical de todos aquellos aspectos de la fe musulmana incompatibles con la modernidad, la democracia y los derechos humanos.

Esta transformación, que Hirsi Ali compara con lo que significaron para el cristianismo las críticas de Voltaire y la reforma de Lutero, consistiría en modificar cinco conceptos que, a su juicio, mantienen al Islam detenido en el siglo séptimo: 1) la creencia de que el Corán expresa la inmutable palabra de Dios y la infalibilidad de Mahoma, su vocero; 2) la prelación que concede el Islam a la otra vida sobre la de aquí y ahora; 3) la convicción de que la sharia constituye un sistema legal que debe gobernar la vida espiritual y material de la sociedad; 4) la obligación del musulmán común y corriente de exigir lo justo y prohibir lo que considera errado, y 5) la idea de la yihad o guerra santa. A quienes se preguntan qué quedaría del Islam si éste renunciara a esos cinco pilares de su fe, Hirsi Ali responde que el cristianismo, antes de la reforma protestante, no era menos sectario, intolerante y brutal, y que sólo a partir de esta escisión la religión cristiana inició el proceso que la llevaría a separarse del Estado y a la coexistencia pacífica con otras creencias, gracias a lo cual prosperaron las libertades y los derechos civiles en el mundo occidental.

Más todavía, en los últimos capítulos de su libro, Hirsi Ali ofrece un detallado registro de reformadores –clérigos, profesores, intelectuales, políticos, periodistas– que, tanto dentro como fuera de los países musulmanes, según ella, han puesto ya en marcha esa reforma. Ella contaría con la callada solidaridad de gran número de creyentes –entre ellos, muchísimas mujeres– conscientes de que sólo gracias a esa puesta al día de su religión, podrían sus países abrazar la modernidad y salir del atraso medieval que significa, en pleno siglo XXI, seguir lapidando a las adúlteras, cortando las manos a los ladrones, decapitando a los impíos y apóstatas y considerando que, ante la ley, el testimonio de una mujer vale sólo la mitad que el de un hombre. Con mucha razón, Hirsi Ali exhorta a los gobiernos y a las dirigencias políticas de los países democráticos a dar su apoyo a quienes, arriesgando sus vidas, libran esa difícil batalla religiosa y cultural, en vez de, por razones de Estado, amparar a regímenes despóticos como el de Arabia Saudita donde perviven aquellos horrores, y otros no menos atroces, como los llamados crímenes de honor: el padre o los hermanos que asesinan a la mujer violada pues esta violación “deshonró” a la familia de la víctima.

Nada me gustaría más que creer, como dice Hirsi Ali, que esta reforma ya ha comenzado y que, en todos los países musulmanes, esa espesa tiniebla religiosa que envuelve en ellos la vida ha empezado a disiparse. Lo que me hace dudar son los ejemplos contrarios –la agravación del fanatismo y el atractivo irresistible que para tantos adolescentes y hasta niños ejercen las organizaciones terroristas– de los que da cuenta su libro. Son tan numerosos y están descritos con tanta precisión que la impresión que uno saca de esas páginas es más bien la opuesta. Es decir, que en vez de un proceso de liberación muchos de esos países, como demuestra el fracaso de la llamada primavera árabe, en vez de acercarse a la modernidad sacudiéndose de anacrónicas y sangrientas creencias, son éstas más bien las que parecen renacer, robustecerse e infectar a buena parte de la sociedad. Ella misma cuenta cómo, con la excepción de Túnez –donde el proceso de laicización parece haber prendido de veras– en ciudades como Bagdad, donde hace veinte y treinta años retrocedía el velo y muchas mujeres mostraban los cabellos y se vestían a la manera occidental, ahora es muy raro ver a alguna que no lleve el hiyab.

El caso de la propia Hirsi Ali es también muy elocuente. Cuando en Amsterdam el cineasta Theo van Gogh fue asesinado en 2004, el asesino, Mohammed Bouyeri, clavó en el pecho de su víctima una carta a Hirsi Ali advirtiéndole que ella sería la próxima asesinada por traicionar al Islam. En vez de solidaridad, ella se vio amenazada por la ministra de Inmigración de Holanda, una señora de mandíbula cuadrada llamada Rita Verdonk, de perder la nacionalidad holandesa y sus vecinos le pidieron que abandonara el piso donde vivía, pues los ponía en peligro de padecer un atentado. Ahora mismo, en Estados Unidos, donde vive, es objeto de críticas muy duras de supuestos “liberales” que la acusan de “islamófoba” y,  en el seminario que dicta en la Universidad de Harvard, no es raro que se inscriban alumnos y alumnas que lo hacen sólo para poder insultarla. Debe, por eso, vivir permanentemente protegida.

Lo extraordinario es que nada de eso parece hacerle mella. Ayaan Hirsi Ali, a juzgar por este cuarto libro, prosigue, vacunada contra el desaliento, ejerciendo lo que llama “el poder de la blasfemia”, su campaña contra el fanatismo y la estupidez que envilecen nuestro tiempo y lo llenan de  cadáveres, convencida de que la sensatez y la razón terminarán por imponerse a la irracionalidad y el espíritu de la tribu. Dos veces en mi vida he tenido ocasión de oírla hablar. La primera en Holanda y, la segunda, varios años después, en Washington. En ambos casos la oí exponer sus tesis con una solvencia intelectual de gran empaque y, a la vez, con una suavidad y una elegancia que daban todavía más fuerza persuasiva a aquello que decía. Y, en ambos, pensé lo mismo: qué extraordinario que sea una somalí, educada en Arabia Saudita y en Kenia, capaz de romper con el oscurantismo y la barbarie que quisieron imponerle, quien defienda con tanta convicción y tanto fuego la cultura de la libertad, la mejor contribución del Occidente al mundo, ante unos auditorios de occidentales apáticos y escépticos, que ignoran lo privilegiados que son y el tesoro que poseen, y que tenga que ser Ayaan Hirsi Ali, después de pasar por el infierno, quien venga a recordárselo.