El problema de la Salud no es bajo presupuesto, sino pésima gestión y corrupción

Jaime de Althaus
Para Lampadia

La repartición de culpas no cesa. ¿Quiénes son los culpables de la precaria capacidad de respuesta de nuestro sistema de Salud? No faltaba más: los “neoliberales”. Eduardo Dargent escribía en El Comercio hace un par de semanas: “Pero nuestras debilidades históricas en servicios sociales, en parte agravada por anteojeras ideológicas neoliberales más recientes, nos hacen vulnerables. Cuando esta noche aplauda al personal sanitario por su sacrificio, recuerde que su alto riesgo actual se explica en parte por nuestro pasado desinterés en la salud”.

Conozco a liberales, pero no a neoliberales. No sé qué significa eso. Pero no importa. Lo intuyo. Su única preocupación es mantener bien las cuentas fiscales a costa de los servicios sociales, porque tampoco quieren subir los impuestos, que son bajos, pues solo piensan en los negocios y no en la gente.

Falacia tras falacia. Lo que hemos hecho en los últimos 25 años ha sido reconstruir poco a poco el sistema de salud paupérrimo y en escombros que dejó el Estado intervencionista y anti liberal de los 70 y 80, donde ninguna atención -si la había- era gratis.

Es un mito que el Estado peruano haya abandonado el sector salud en las últimas décadas. En el siguiente cuadro vemos que el presupuesto del dicho sector pasó de 2,308 millones de soles el 2000 a 15,307 millones el 2020. Son soles del 2007, es decir, constantes. Lo que quiere decir que el presupuesto del sector salud se ha multiplicado ¡por 7! en términos reales en 20 años.

¿Qué se hizo con ese incremento enorme en el gasto? ¿Por qué no mejoró también de manera también sustancial la calidad del servicio? Eso es lo que vamos a responder más adelante.

Se dirá que el PBI también ha crecido en esos 20 años, y por lo tanto un incremento presupuestal de 7 veces no refleja una prioridad en el gasto. Falso nuevamente. En el siguiente gráfico, preparado por el IPE a pedido nuestro, vemos cómo el presupuesto del sector salud se ha multiplicado por 3 como porcentaje del PBI:

En otros países esa participación en el PBI es mayor, sí, pero ello tiene que ver con la estructura informal de nuestra economía, cuyos responsables podemos señalar. Es otra discusión. Lo que estamos refutando aquí es la acusación de que una supuesta ideología neoliberal, insensible, haya condenado al final de la cola al sector salud. No es así. Contradiciendo nuevamente el mito prevaleciente, constatamos en el siguiente gráfico que la participación del presupuesto del sector salud en el presupuesto nacional, se ha doblado. Redondeando, pasó de 6% al 12% de presupuesto en 20 años. Extraordinario. Significa que el gasto en Salud fue priorizado en relación a otros sectores, que perdieron prioridad.

El problema no es entonces el de una pecaminosa avaricia ideológica neoliberal que condena al servicio público de salud a la inopia. Los recursos han aumentado dramáticamente. El problema es ineficiencia y corrupción profundas en el sector. Los médicos -herencia de una ley del primer gobierno de Alan García, en épocas en las que los sueldos eran irrisorios-, tienen una jornada laboral de apenas 4 horas efectivas, si es que algunos de ellos no se escapan a sus consultorios privados a las dos horas (exceptuemos acá a los que están arriesgando sus vidas con valentía y honor estos días). No hay mantenimiento de los establecimientos ni de los equipos y más bien estos se malogran deliberadamente para poder derivar pacientes a los consultorios privados.  Los medicamentos se desvían a las farmacias vecinas mientras los asegurados no reciben todos sus medicamentos gratis, habiendo los recursos. Hay problemas serios de gestión y de corrupción. Ese es el problema.

  • Si el SIS pagara a los establecimientos por resultados en términos de si los pacientes se llevan sus medicamentos gratis y resuelven sus problemas de salud, y no por número de atenciones -que incentiva el sobregasto y la corrupción-, el servicio de salud alcanzaría una calidad muy superior y con menos recursos que en la actualidad. Con menos haríamos más.
  • Si los hospitales estuvieran concesionados, la gestión sería también mucho más eficiente y el margen de corrupción se reduciría al mínimo.

Pero todas esas soluciones encuentran resistencia no en la logia “neoliberal”, sino en reductos sindicales y políticos de un signo absolutamente opuesto al liberal. Sería interesante trabajar para alcanzar un consenso que permita volcar las voluntades hacia los cambios necesarios. Una ayuda para eso de parte de Dargent y compañía sería muy positiva para el país.

Lo mismo que para resolver el problema más general que advertíamos líneas arriba: el tamaño del presupuesto nacional -límite absoluto de la inversión en salud-, que podría ser mayor si la economía se formalizara y volviera a crecer a tasas altas. Pero eso requiere de una legislación laboral y tributaria inclusiva que permita a las personas y empresas invertir, crecer y contratar trabajadores formalmente. Y una reducción sustantiva del peso de la legalidad en general sobre los hombros de las pocas empresas que pueden soportarlo.

¿Quiénes se oponen? No es necesario responder.

Mas o menos los mismos que impulsaron los grandes elefantes blancos de Talara, la interoceánica y el gasoducto del sur, ductos de corrupción que solo sirven para sustraer ingentes recursos que se hubieran podido usar para mejorar la infraestructura sanitaria, dentro de los límites del presupuesto nacional actual.

Mirar la viga en ojo propio antes de ver la paja en el ajeno. Lampadia




El liberal en su laberinto

David Belaunde
Para Lampadia

“La vocación de los políticos no es ser liberales” (Guy Sorman, La Solution Libérale, 1984)

La revelación, hace ya un mes, de los audios de Vizcarra en el caso Tía María demostró, para quienes no quisieron hacer caso de señales anteriores, que tenemos un presidente no solo corroído por peligrosos instintos plebiscitarios sino mal predispuesto hacia el sector privado. Esto es exactamente lo contrario de lo que los peruanos elegimos abrumadoramente en el 2016. ¿Qué pasó? ¿Y qué se puede hacer?

1. Los mayores culpables de que hoy tengamos un gobierno anti-empresa son paradójicamente las élites que se consideran liberales

Descartamos de plano la hipótesis de que un vuelco tan súbito refleja la “voluntad popular”. Como afirmaba Bertrand Russel, un gobierno puede eficazmente controlar a la opinión pública manipulando los estímulos emocionales correctos – a corto plazo por lo menos. Desde ese punto de vista, el nuestro ha realizado, a través de los medios, una labor admirable.

La verdadera responsabilidad recae en quienes formaron el gobierno de PPK, y esto por las razones siguientes:

Como consecuencia, en un país donde una economía de mercado funcional e intervención estatal contenida han sido históricamente más la excepción que la regla, se desperdició una magnífica oportunidad de reformar la economía en un sentido más liberal.

2. El fondo del problema: el neoliberal que se quiso vestir de progre (o “el nuevo traje del emperador”)

¿Pero cómo pudieron estos “liberales” abandonar sus supuestos objetivos económicos tan fácilmente?

A – Una confrontación innecesaria y debilitante con las fuerzas conservadoras en torno a cuestiones no económicas

El equipo de PPK en la elección del 2016 se definía por oposición al fujimorismo. En la conocida matriz de Nolan, los fujimoristas se considerarían liberales en lo económico y conservadores en aspectos socioculturales. Los PPKausas estarían alineados con ellos en lo económico, pero serían más “abiertos” en lo sociocultural. El gráfico de abajo, adaptación de dicha matriz, resume esta idea.

No obstante, era posible defender posturas abiertas en importantes temas socioculturales sin entrar en colisión frontal con el fujimorismo u otras agrupaciones del cuadrante superior derecho. ¿Cómo? Quedándose dentro de los límites de una tradición filosófica liberal que va de Locke y Hume a John Stuart Mill y Tocqueville, y que busca garantizar la libertad individual mediante instituciones sólidas, en condiciones de igualdad legal y con el mínimo grado posible de coerción gubernamental.

En los hechos, sin embargo, ppkausas y afines asumieron consignas y esquemas mentales propios de la izquierda. Para esta, las relaciones sociales son una lucha entre opresores y oprimidos en la que no rige el principio de igualdad ante la ley, por lo que el “oprimido” solo puede ser liberado de su condición si la ley, más que proteger, lo favorece.

Así, por ejemplo, las mujeres son “victimas” estructurales (no específicamente aquellas que han sufrido ataques, sino todas) y el culpable no es un individuo concreto sino los hombres en general, su “masculinidad toxica” y el patriarcado institucional. La solución pasa por legislación que atenta contra los principios de la presunción de inocencia y de igualdad jurídica, entre otros. Problema real, diagnóstico errado, solución inadecuada.

B – Una adhesión menguante al liberalismo económico

La aceptación de la narrativa izquierdista de la conflictividad esencial en los fenómenos sociales y culturales conlleva a su aplicación inevitable al ámbito económico. De ahí que los pobladores de zonas aledañas a proyectos mineros y que se oponen a los mismos sean percibidos como “víctimas” históricas (soslayando el hecho de que no es la mayoría de los pobladores la que se opone sino grupúsculos de activistas, respaldados por ONG). Así, es comprensible que la ley no se aplique a los agitadores, y el principio de seguridad jurídica del que deberían gozar el empresario minero y sus múltiples contratistas se torne irrelevante.

Esta contaminación ideológica que sufren los “liberales” da pie a contradicciones, vacilaciones y componendas que oscurecen su discurso como una alternativa al estatismo izquierdista, y les impiden formular un proyecto coherente de desarrollo. Su ilusorio “nuevo traje progre” los despoja del “liberal”.

3. Los liberales debemos reenfocarnos y aliarnos con todos aquellos que defienden la economía de mercado, dejando de lado por el momento las discrepancias sobre otros temas  

Como se recomienda en toda crisis existencial, es vital que quienes se dicen liberales hagan un poco de “soul searching”, redescubran sus raíces y desarrollen herramientas conceptuales autónomas respecto de las visiones maniqueas provenientes de sectores más conservadores o de la izquierda. También es importante que sean más disciplinados al establecer sus prioridades.

A – Reinventarse en torno a la noción de claridad de reglas

En lo económico, afirmar los principios liberales no implica una búsqueda dogmática del “todo privado”. La historia de las relaciones sociales en el Perú desde el virreinato desafía la noción hayekiana de Kosmos (el orden espontáneo, por oposición a Taxis u orden impuesto), por lo que nunca nos libraremos del intervencionismo estatal, cuyo alcance siempre será materia de discusión y de negociación.

No obstante, hay una idea básica no negociable: las reglas de juego deben ser claras, y su aplicación garantizada por el Estado (en vez de ser abandonadas al pie de un montículo de llantas quemadas). Es necesario, además, tener en cuenta, como señalaron Brennan y Buchanan en su libro The Reason of Rules (1985), los costes de toda transición normativa. Por ende, toda evolución de las reglas debe ser progresiva y darse únicamente luego de un estudio objetivo de los resultados y consecuencias económicas, sociales, medioambientales, etc. Violentar el principio de claridad, de estabilidad y de ejecución garantizada de las normas, quiebra el contrato social y nos aboca progresivamente al caos y a estancarnos en el subdesarrollo.

Limitar su propia discrecionalidad puede parecer antinatural para un gobernante y hasta frustrar a la población a corto plazo (de ahí la frase de Sorman, citada en epígrafe). Sin embargo, en aras del desarrollo a largo plazo, es indispensable.

B – Dejar de lado los debates socioculturales que nos enfrentan a otros partidarios de la economía de mercado

Creemos que aplicando la noción de claridad de reglas (y sus derivadas, como el principio de especificidad del delito) y demás principios clásicos de libertad y de igualdad ante la ley se puede abordar temas socioculturales sin generar un enfrentamiento abierto con fuerzas más conservadoras.

Pero, sobre todo, es importante priorizar: si los temas socioculturales nos enfrentan a agrupaciones políticas que estén a favor de una economía ordenada, y es de importancia vital luchar por esta última, entonces estos debates deben ser puestos de lado hasta que se haya restablecido la funcionalidad del marco jurídico en el ámbito económico.

Y así, quizás, tras estos años de escapismos y enredos ideológicos, cada uno llegue, o regrese, al lugar que le corresponde, y el país se encamine de nuevo hacia el desarrollo, la riqueza y el bienestar general. Lampadia




La defección de la clase dirigente

EDITORIAL DE LAMPADIA

Los siguientes comentarios de Simon Kuper (en su artículo del Financial Times, ‘Have we reached peak liberal resistance?’, 26 de setiembre, 2018), describen el comportamiento que se empieza a percibir entre la clase urbana acomodada en EEUU con el populismo de Trump y, en el Reino Unido con el Brexit:

  • La clase urbana educada abandona la política, tal como lo hizo la clase trabajadora blanca en décadas anteriores.
  • Resulta que los liberales urbanos acomodados (a diferencia de, digamos, los hispanos pobres) pueden vivir bien bajo Trump.
  • Están en el lado correcto de la creciente desigualdad de EEUU.
  • Se sienten mal por Estados Unidos, pero bien consigo mismos.
  • Las personas educadas continuarán encontrando buenos empleos en Londres.
  • Se arriesgan a ser políticamente marginados después del Brexit.
  • Los debates liberales en universidades, medios de comunicación, partidos políticos y grupos de expertos se sentirán irrelevantes.
  • Los liberales urbanos educados se irán al exilio interno, cultivarán sus jardines en la azotea, llevarán a sus hijos a las escuelas adecuadas, buscarán el café perfecto y se dedicarán al activismo local, por ejemplo acerca de las ciclo vías.
  • Se separarán gradualmente del sentimiento de nación compartida.
  • «No es mi gobierno», será la actitud.
  • La élite liberal tiene sus patios de recreo (cafés hipster y patinaje sobre ruedas) y se le permitirá prosperar con la condición de que no se inmiscuyan en la política.
  • Vi una versión anterior de esto en el apartheid de Sudáfrica: los liberales urbanos se sentaban alrededor de sus piscinas burlándose del gobierno que los privilegiaba, mientras que las criadas negras servían pastel.
  • Es una forma de vida sorprendentemente sostenible.

Según nuestra forma de pensar en Lampadia, esto es algo muy pernicioso, pero el que se de en países desarrollados, con altos estándares de vida, por malo que sea, no descalabra la sociedad, y menos, condena a su población más pobre a perennizarse en la pobreza.

Pero que eso se de en un país como el Perú, que está a medio camino de desarrollo, y que no ha logrado remontar la pobreza a niveles soportables, es una desgracia incapacitante del conjunto de la sociedad. Es una irresponsabilidad insoportable e intolerable. Algo que debemos combatir todos los días, hasta superarla.

Efectivamente, en el Perú, la clase más acomodada, no participa de la vida pública y hemos dejado que los enemigos de la modernidad y el desarrollo copen todos los espacios donde se inspiran las políticas públicas.

Por ejemplo, luego que Lampadia develara la infiltración del pos-extractivismo, esa teoría jalada de los pelos que propone producir lo mínimo de todo y no exportar alimentos, ningún gremio empresarial, los entes encargados de promover la producción de bienes y servicios, se dignó analizar y combatir el brulote.

En general, las universidades están ajenas al debate de políticas públicas, excepto las politizadas, como la PUCP, que copó de asesorías el Ministerio de Educación y cuyos representantes del pensamiento económico, son en gran medida, anti globalización, anti comercio internacional y anti minería.

Del mismo modo, los medios televisivos, parte del mundo empresarial, están entregados a conducciones periodísticas activistas de claro tinte anti economía de mercado. Éstos han entronizado como referentes de la opinión pública nacional, a personajes como los congresistas Arana, Lezcano, Becerril, Scheput y García Belaunde.

Curiosamente, en el Congreso, (excepto el congresista Olaechea, que no tiene presencia mediática) nadie defiende la Constitución de 1993, atacada diariamente por el Frente Amplio y Nuevo Perú. Una Constitución que permitió sacar al país de ser un ‘Estado Fallido’ en 1990 y llevarlo hasta el 2011, a tornarse en una ‘Estrella Internacional’.

Desde el 2012 hemos revertido la dirección de las políticas. Públicas que nos permitieron progresar. Aun así, nuestra clase dirigente no ha salido a la palestra.

Recientemente en Lampadia, hemos publicado el ‘Manifiesto de Powell’ y el ‘Manifiesto de The Economist’. Ambos reclaman, en sus contextos, el involucramiento de sus clases dirigentes, y nos permiten entender en perspectiva, las consecuencias de sus ausencias en la salud económica, social e institucional de sus países. Los dos documentos son muy aleccionadores.

Sin embargo, las clases dirigentes de EEUU y Gran Bretaña, pueden darse el lujo de no estar a la altura de sus responsabilidades, pero ese no es nuestro caso.

En el Perú, los que están mejor, la clase dirigente que no milita en la política, está obligada a participar, directa o indirectamente, en la construcción de un país próspero, máxime, teniendo el Perú un potencial de desarrollo tan grande. No hacerlo es un desentendimiento con sus propios hijos y nietos, y una traición a una sociedad que les permitió lograr el bienestar individual que hoy gozan. Lampadia




En defensa de las ideas de la libertad

Con motivo de su 175 aniversario, The Economist publicó un ensayo titulado «The Economist cumple 175 años: Un manifiesto para renovar el liberalismo». Su editorial y un importante ensayo evalúan la salud del liberalismo clásico: un compromiso con el respeto cívico universal, los mercados abiertos y la fe en el progreso humano incentivada por el debate y la reforma.

El análisis describe cómo The Economist se ha comprometido con los valores liberales clásicos del siglo XIX desde el principio: «En septiembre de 1843 James Wilson, un fabricante de sombreros de Escocia fundó este periódico. Su propósito era simple: defender el libre comercio, los mercados libres y la gobernanza».

En el mundo hay pocas publicaciones comprometidas con un conjunto de ideas y que sepan defenderlas en todas circunstancias como The Economist. Para lograrlo y mantenerse como una fuente seria de información, han logrado un esquema editorial muy valioso: saben distinguir opinión, análisis e información, sin perder profundidad en los tres aspectos.

La publicación explica cómo estos valores liberales han ayudado a las sociedades modernas a prosperar: «Las principales causas liberales de libertad individual, libre comercio y libre mercado han sido el motor más poderoso para crear prosperidad en toda la historia. El respeto del liberalismo por diversas opiniones y formas de vida ha reducido lejos de muchos prejuicios: contra las minorías religiosas y étnicas, contra la desigualdad de género y la discriminación».

Y, sin embargo, el ensayo y el editorial argumentan que, 175 años después de la fundación de The Economist, el liberalismo está en problemas. «Europa y Estados Unidos están sumidos en una rebelión popular contra las elites liberales, que se consideran egoístas e incapaces, o no quieren, resolver los problemas de la gente común», dice el editorial. «En otras partes, un giro de 25 años hacia la democracia y los mercados abiertos se ha revertido, incluso cuando China, que pronto será la economía más grande del mundo, muestra que las dictaduras pueden prosperar».

Señalan cómo el liberalismo comenzó como una visión del mundo insatisfecha e inconforme. Sin embargo, en las últimas décadas, a medida que los liberales se han sentido cómodos con el poder, han perdido el hambre de reformas.

En su ensayo se establece cómo debe cambiar el liberalismo. «El contrato social y las normas geopolíticas que sustentan las democracias liberales y el orden mundial que los sustenta no se construyeron para este siglo. La geografía y la tecnología han producido nuevas concentraciones de poder económico. Tanto el mundo desarrollado como el mundo en desarrollo necesitan nuevas ideas para el futuro. La apatía estadounidense y el ascenso de China requieren un replanteamiento del orden mundial, sobre todo para que se preserven los enormes beneficios que ha proporcionado el libre comercio».

Tanto el editorial como el ensayo terminan con un llamado a la acción. Los valores liberales que The Economist ha defendido durante mucho tiempo siguen siendo el mejor camino hacia la prosperidad y la libertad en el siglo XXI. Los liberales necesitan salirse de su zona de confort y redescubrir sus ganas de reformar.

El ensayo de The Economist es parte de la iniciativa de The Economist’s Open Future que anunciamos hace varios meses en Lampadia: La batalla por el mejor espacio para la prosperidad, donde celebramos esta iniciativa editorial que tiene como objetivo rediseñar el argumento de los principios fundacionales de The Economist del liberalismo británico clásico que están siendo desafiados desde la derecha y la izquierda, en el actual clima político de populismo y autoritarismo.

Y es que nuestra misión en Lampadia es defender la economía de mercado, la inversión privada, el desarrollo y la modernidad, además promovemos el Estado de Derecho y la meritocracia en el Estado. Por lo tanto, apoyamos e incentivamos campañas como estas porque creemos que es fundamental para recuperar un espacio que fomente e incentive el libre comercio y la globalización como el espacio fundamental para generar prosperidad.

Líneas abajo compartimos la editorial de The Economist:

The Economist cumple 175 años
Un manifiesto para renovar el liberalismo

El éxito convirtió a los liberales en una elite complaciente. Necesitan reavivar su deseo de radicalismo

13 de setiembre, 2018
The Economist
Traducido y glosado por Lampadia

El liberalismo creó el mundo moderno, pero el mundo moderno se está poniendo en contra. Europa y EEUU están sumidas en una rebelión popular contra las elites liberales, a quienes se les consideran interesadas, incapaces o no dispuestas a resolver los problemas de la gente común. En muchos lugares, un camino de 25 años hacia la libertad y los mercados abiertos ha dado un giro inesperado y se ha revertido, incluso cuando China, que pronto será la economía más grande del mundo, demuestra que las dictaduras también pueden prosperar.

Para The Economist esto es profundamente preocupante. Fuimos creados hace 175 años para hacer campaña por el liberalismo, no el «progresismo» izquierdista de los campus universitarios estadounidenses o el «ultraliberalismo» justificado por los comentaristas franceses, sino un compromiso universal con la dignidad individual, mercados abiertos, gobierno limitado y una fe en el progreso humano inducido por debates y reformas.

Nuestros fundadores se sorprenderían de cómo la vida de hoy se compara con la pobreza y la miseria de la década de 1840.

  • La esperanza de vida mundial en los últimos 175 años ha aumentado de poco menos de 30 años a más de 70 años.
  • La proporción de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza extrema ha disminuido de 80% a 8% y el número absoluto se ha reducido a la mitad, incluso considerando que el número de vidas por encima de la línea de pobreza extrema ha aumentado de aproximadamente 100 millones a más de 6,500 millones.
  • Las tasas de alfabetización han aumentado más de cinco veces, a más del 80%.
  • Los derechos civiles y el estado de derecho son incomparablemente más sólidos que hace unas pocas décadas.
  • En muchos países, las personas ahora son libres de elegir cómo vivir y con quién.

Todo esto no es solo el trabajo de los liberales, obviamente. Pero a medida que el fascismo, el comunismo y la autarquía fracasaron en el transcurso de los siglos XIX y XX, las sociedades liberales han prosperado. De un modo u otro, la democracia liberal llegó a dominar Occidente y desde allí comenzó a extenderse por todo el mundo.

Laureles, pero sin descanso

Sin embargo, las filosofías políticas no pueden vivir basadas en sus glorias pasadas: también deben prometer un mejor futuro. Y, aquí, la democracia liberal enfrenta un desafío inminente. Los votantes occidentales han comenzado a dudar si es que el sistema funciona para ellos o si es justo en primer lugar. En las encuestas del año pasado, solo el 36% de los alemanes, el 24% de los canadienses y el 9% de los franceses pensaban que la próxima generación estaría mejor que sus padres. Solo un tercio de los estadounidenses menores de 35 años afirmaron que es vital que vivan en una democracia; la participación de ciudadanos que recibiría con beneplácito el gobierno militar creció de 7% en 1995 a 18% el año pasado. A nivel mundial, según Freedom House, una ONG, las libertades civiles y los derechos políticos han disminuido en los últimos 12 años: en 2017, 71 países perdieron terreno, mientras que solo 35 lograron avances.

Contra esta corriente, The Economist todavía cree en el poder de la idea liberal. En los últimos seis meses, hemos celebrado nuestro 175 aniversario con artículos, debates, podcasts y videos que exploran cómo responder a las críticas del liberalismo. En esta ocasión, publicamos un ensayo (ver su índice líneas abajo), que es un manifiesto para un renacimiento liberal: un liberalismo para el pueblo.

Nuestro ensayo establece cómo el estado puede trabajar más en pro de los ciudadanos mediante las reformas en impuestos, bienestar, educación e inmigración. La economía debe ser liberada del creciente poder de los monopolios corporativos y las restricciones de planificación que excluyen a las personas de las ciudades más prósperas. E instamos a Occidente a apuntalar el orden mundial liberal a través de un poder militar mejorado y alianzas revigorizadas.

Todas estas políticas están diseñadas para lidiar con el problema central del liberalismo. En su momento de triunfo después del colapso de la Unión Soviética, perdió de vista sus propios valores esenciales. Es con ellos que debe comenzar el renacimiento liberal.

El liberalismo surgió a fines del siglo XVIII como respuesta a la agitación provocada por la independencia de EEUU, la revolución en Francia y la transformación de la industria y el comercio. Los revolucionarios insisten en que, para construir un mundo mejor, primero tienes que aplastar al que está frente a ti. Por el contrario, los conservadores desconfían de todas las pretensiones revolucionarias de la verdad universal. Buscan preservar lo que es mejor en la sociedad manejando el cambio, usualmente bajo una clase dominante o un líder autoritario que «sabe más que el resto».

Un motor de cambio

Los verdaderos liberales sostienen que las sociedades pueden cambiar gradualmente para mejor y de abajo hacia arriba.

  • Difieren de los revolucionarios porque rechazan la idea de que los individuos deben ser obligados a aceptar las creencias de los demás.
  • Difieren de los conservadores porque afirman que la aristocracia y la jerarquía (de hecho, todas las concentraciones de poder) tienden a convertirse en fuentes de opresión.

Entonces, el liberalismo comenzó como una visión del mundo llena de inconformismo y agitación. Sin embargo, en las últimas décadas, los liberales se han sentido demasiado cómodos con el poder. Como resultado, han perdido su hambre de reformas. La élite liberal gobernante se dice a sí misma que preside una meritocracia saludable y que se han ganado sus privilegios. La realidad no es tan clara.

En el mejor de los casos, el espíritu competitivo de la meritocracia ha creado una prosperidad extraordinaria y una gran cantidad de nuevas ideas. En nombre de la eficiencia y la libertad económica, los gobiernos han abierto los mercados a la competencia. La raza, el género y la sexualidad son cada vez menos una barrera para el avance. La globalización ha sacado a cientos de millones de personas en los mercados emergentes de la pobreza.

Sin embargo, los gobernantes liberales, a menudo se han protegido de los vientos de la destrucción creativa.

  • Las profesiones ‘más seguras’ como el derecho están protegidas por regulaciones fatuas.
  • Los profesores universitarios disfrutan de la propiedad de cátedra incluso mientras predican las virtudes de la sociedad abierta.
  • Los financieros se salvaron de lo peor de la crisis financiera cuando sus empleadores fueron rescatados con dinero de los contribuyentes.
  • La globalización estaba destinada a crear ganancias suficientes para ayudar a los perdedores, pero muy pocos de ellos han visto las recompensas.

De muchas maneras, la meritocracia liberal es cerrada y autosuficiente. Un estudio reciente descubrió que, enntre 1999-2013, las universidades más prestigiosas de Estados Unidos admitieron a más estudiantes del 1% de hogares con más altos ingresos que del 50% inferior. En 1980-2015, las tasas universitarias en Estados Unidos aumentaron 17 veces más rápido que los ingresos medios. Las 50 áreas urbanas más grandes contienen el 7% de la población mundial y producen el 40% de su output. Pero las restricciones de planificación aislaron a muchos, especialmente a los jóvenes.

Los gobernantes liberales se han involucrado tanto en preservar el statu quo que se han olvidado de cómo es el radicalismo. Recordemos cómo, en su campaña para convertirse en presidenta de Estados Unidos, Hillary Clinton ocultó su falta de grandes ideas detrás de una lluvia de ideas pequeñas. Los candidatos para convertirse en el líder del Partido Laborista en Gran Bretaña en 2015 perdieron contra Jeremy Corbyn, no porque sea un deslumbrante talento político sino porque los demás eran indistinguibles. Los tecnócratas liberales idean interminables e ingeniosas soluciones políticas, pero permanecen visiblemente distantes de las personas a las que se supone deben ayudar. Esto crea dos clases: los que toman acción y los que deberían, los pensadores y las personas en las que deberíamos pensar, los formuladores de políticas y los que las acatan.

Los fundamentos de la libertad

Los liberales han olvidado que su idea fundacional es el respeto cívico por todos. Nuestro editorial centenario, escrito en 1943 mientras que aumentaba la guerra contra el fascismo, estableció esto en dos principios complementarios.

  • El primero es la libertad: que «no solo es justo y sabio, sino también rentable… dejar que las personas hagan lo que quieren».
  • El segundo es el interés común: «la sociedad humana… puede ser una asociación para el bienestar de todos».

La meritocracia liberal de hoy se siente incómoda con esa definición inclusiva de libertad. La clase dominante vive en una burbuja. Van a las mismas universidades, se casan, viven en las mismas calles y trabajan en las mismas oficinas. Alejados del poder, se espera que la mayoría de la gente se contente con la creciente prosperidad material. Sin embargo, en medio del estancamiento de la productividad y la austeridad fiscal que siguió a la crisis financiera de 2008, incluso esta promesa se ha roto.

Esa es una de las razones por las cuales se está desgastando la lealtad a los principales partidos políticos. Los conservadores británicos, quizás el partido más exitoso de la historia, ahora recauda más dinero de las voluntades de los muertos que de los regalos de los vivos. En la primera elección en la Alemania unificada, en 1990, los partidos tradicionales ganaron más del 80% de los votos; la última encuesta les da solo un 45%, en comparación con un total de 41.5% para la extrema derecha, la extrema izquierda y los Greens.

En cambio, las personas se están moviendo hacia identidades grupales definidas por raza, religión o sexualidad. Como resultado, ese segundo principio, el interés común, se ha fragmentado. La política de identidad es una respuesta válida a la discriminación, pero, a medida que las identidades se multiplican, la política de cada grupo colisiona con la política de todos los demás. En lugar de generar compromisos útiles, el debate se convierte en un ejercicio de indignación tribal. Los líderes de la derecha, en particular, explotan la inseguridad engendrada por la inmigración como una forma de aumentar votos. Y usan argumentos presumidos de izquierda como la corrección política para alimentar la sensación de desprecio de sus votantes. El resultado es una grave polarización. A veces eso lleva a la parálisis, a veces a la tiranía. En el peor de los casos, envalentona a los autoritarios de extrema derecha.

Los liberales también están perdiendo el argumento en la geopolítica. El liberalismo se extendió en los siglos XIX y XX en el contexto de la hegemonía naval británica y, más tarde, del ascenso económico y militar de Estados Unidos. Hoy, en cambio, la retirada de la democracia liberal está teniendo lugar mientras Rusia busca ser el saboteador y China afirma su creciente poder global. Sin embargo, en lugar de defender el sistema de alianzas e instituciones liberales que crearon después de la segunda guerra mundial, Estados Unidos ha estado descuidándolo, e incluso, bajo el presidente Donald Trump, atacándolo.

Este impulso de retroceder se basa en una idea errónea. Como señala el historiador Robert Kagan, Estados Unidos no pasó del aislacionismo entre guerras al compromiso de la posguerra para contener a la Unión Soviética, como a menudo se supone. En realidad, después de haber visto cómo el caos de los años veinte y treinta engendró el fascismo y el bolchevismo, sus hombres de Estado de la posguerra concluyeron que un mundo sin líderes era una amenaza. En palabras de Dean Acheson, un secretario de Estado, Estados Unidos ya no podía sentarse «en el salón con una escopeta cargada esperando».

De ello se desprende que la implosión de la Unión Soviética en 1991 no hizo que, de repente, EEUU sea seguro. Si las ideas liberales no apuntalan el mundo, la geopolítica corre el riesgo de convertirse en la lucha de equilibrio de poder o una esfera de lucha de influencias como con la que enfrentaron los estadistas europeos en el siglo XIX. Eso culminó en los fangosos campos de batalla de Flandes. Incluso si la paz de hoy se mantiene, el liberalismo sufrirá a medida que los crecientes temores de enemigos extranjeros lleven a la gente a los brazos de populistas.

Es el momento de una reinvención liberal. Los liberales necesitan pasar menos tiempo descartando a sus críticos como tontos e intolerantes y más arreglando lo que está mal. El verdadero espíritu del liberalismo no es auto-conservador, sino radical y disruptivo. The Economist se fundó para hacer campaña por la derogación de las Leyes de Maíz, que aplicaban impuestos a las importaciones de grano en la Gran Bretaña victoriana. Hoy eso suena cómicamente de pequeño calibre. Pero en la década de 1840, el 60% de los ingresos de los trabajadores de las fábricas se destinaban a la alimentación, un tercio de los cuales se destinaban al pan. Fuimos creados para tomar la parte de los pobres en contra de la nobleza que cultiva maíz. Hoy, en esa misma visión, los liberales deben ponerse de parte de un precariado que lucha contra los patricios.

Los liberales deben enfrentar los desafíos de hoy con vigor. Si prevalecen, será porque sus ideas no tienen igual por su capacidad de difundir la libertad y la prosperidad.

  • Deben redescubrir su creencia en la dignidad individual y la autosuficiencia, poniendo freno a sus propios privilegios.
  • Deben dejar de burlarse del nacionalismo, sino reclamarlo por sí mismos y llenarlo con su propia marca de orgullo cívico inclusivo.
  • En lugar de otorgar poder en ministerios centralizados y tecnocracias irresponsables, deberían delegarlo en regiones y municipios.
  • En lugar de tratar a la geopolítica como una lucha de suma cero entre las grandes potencias, Estados Unidos debe recurrir a la tríada auto-reforzada de su poderío militar, sus valores y sus aliados.

Los mejores liberales siempre han sido pragmáticos y adaptables. Antes de la primera guerra mundial, Theodore Roosevelt se enfrentó a los barones-ladrones que dirigían los grandes monopolios de Estados Unidos. Aunque muchos de los primeros liberales temieron el dominio de la mafia, adoptaron la democracia. Después de la Depresión en la década de 1930, reconocieron que el gobierno tiene un rol limitado en la gestión de la economía. En parte con el fin de eliminar el fascismo y el comunismo después de la segunda guerra mundial, los liberales diseñaron el estado de bienestar.

Los liberales deben enfrentar los desafíos de hoy con el mismo vigor. Si prevalecen, será porque sus ideas no tienen rival por su capacidad de diseminar la libertad y la prosperidad. Los liberales deben tomar las críticas y darle la bienvenida al debate como una fuente del nuevo pensamiento que reavivará su movimiento. Deben ser audaces e impacientes por las reformas. Los jóvenes, especialmente, tienen todo un mundo que exigir.

Cuando The Economist se fundó hace 175 años, nuestro primer editor, James Wilson, prometió «una severa contienda entre la inteligencia, que apunta adelante, y una ignorancia tímida y sin valor que obstaculiza nuestro progreso». Renovamos nuestro compromiso con esa promesa. Y les pedimos a los liberales de todo el mundo que se unan a nosotros.

Componentes de manifiesto de The Economist

  1. Reinventando el liberalismo para el siglo XXI
  2. Mercados libres y más

  3. Inmigración en sociedades abiertas
  4. El nuevo contrato social

  5. Un orden mundial liberal por el que pelear
  6. Una llamada a las armas

Lampadia




Seguimos aprendiendo de un ícono liberal

John Maynard Keynes, un ícono del activismo económico con filosofía liberal, todavía es muy relevante en la actualidad. Lo cierto es que en el debate sobre si y cuánto debe gastar el gobierno para rescatar a las economías, y sí en determinadas ocasiones, debe reemplazar la inversión privada, Keynes es el protagonista.

Keynes mismo, era un economista liberal en el sentido tradicional: quería que el gobierno usara su fórmula para enfocarse en el pleno empleo, tanto por razones económicas como sociales. La teoría de Keynes no es liberal ni conservadora. Solo describe una economía en la que la presión sobre cualquier variable afecta a las demás.

Y esta es justamente la dificultad de la aplicación de las teorías económicas, todo se puede relativizar, las interconexiones de las variables son complejas y es imposible aislar una variable y su relación con otra, en contextos dinámicos y de múltiples variables,  como se da en el mundo real.

Keynes creía que los gobiernos liberales tenían que luchar activamente contra las recesiones económicas, o los votantes recurrirían a gobiernos antiliberales que sí lo hacen. Keynes era un creyente de la sociedad libre.

Este pensamiento tan acertado para el mediano plazo es imposible de entenderse por parte de políticos cortoplacistas.

Si difería de los liberales “clásicos” en unas pocas cosas evidentes e importantes, era simplemente porque trataba de actualizar la idea liberal esencial para ajustarla a las condiciones económicas de una nueva era.

Compartimos con nuestros lectores un análisis de the Economist al respecto:

¿Fue John Maynard Keynes un liberal?
Libertad vs economía

Las personas deben tener libertad de elegir. Era su libertad de no elegir lo que le preocupaba

The Economist
18 de agosto, 2018
Traducido y glosado por Lampadia

En 1944, Friedrich Hayek recibió una carta de un huésped del Hotel Claridge en Atlantic City, Nueva Jersey. Esta felicitaba al economista nacido en Austria por su «gran libro», «El camino a la servidumbre», que sostenía que la planificación económica representaba una amenaza insidiosa a la libertad. La carta afirmaba que, «moral y filosóficamente, me encuentro de acuerdo y profundamente conmovido».

La carta a Hayek era de John Maynard Keynes, de camino a la conferencia de Bretton Woods en New Hampshire, donde ayudaría a planificar el orden económico de la posguerra. La calidez de la carta sorprenderá a aquellos que conocen a Hayek como el padrino intelectual del libre mercado del Thatcherismo y a Keynes como el santo patrón de un capitalismo fuertemente intervenido.

Pero Keynes, a diferencia de muchos de sus seguidores, no era un hombre de izquierda. «La guerra de clases me encontrará del lado de la burguesía educada», dijo en su ensayo de 1925, «¿Soy un liberal?». Más tarde describió a los sindicalistas como «tiranos, cuyas pretensiones egoístas y seccionales tienen que oponerse valientemente». Acusó a los líderes del Partido Laborista británico de actuar como «sectarios de un credo desgastado», «murmurando frases confusas sobre el marxismo». Y afirmó que «existe una justificación social y psicológica para las importantes desigualdades de ingresos y riqueza» (aunque no por las brechas tan grandes que existían en su época).

¿Por qué entonces Keynes promovía lo que llamamos keynesianismo? La respuesta obvia es la Gran Depresión, llegó a Gran Bretaña en la década de 1930, y destrozó la fe de muchas personas en el capitalismo no administrado. Pero varias de las ideas de Keynes datan de más atrás.

Él pertenecía a una nueva generación de liberales que no estaban esclavizados por el laissez-faire, la idea de que «una empresa privada sin trabas promovería el mayor bien del conjunto». Esa doctrina, creía Keynes, nunca fue necesariamente verdadera en principio y ya no era útil en la práctica. Lo que el estado debería dejarle a la iniciativa individual, y lo que debería asumir, tenía que decidirse por los méritos de cada caso.

Al tomar esas decisiones, él y otros liberales tuvieron que lidiar con las amenazas del socialismo y el nacionalismo, la revolución y la reacción. En respuesta a la creciente influencia política del Partido Laborista, un gobierno liberal con mentalidad reformista había introducido el seguro nacional obligatorio en 1911, el cual proporcionaba subsidio por enfermedad, prestaciones de maternidad y asistencia limitada por desempleo a los pobres que trabajaban. Los liberales de este tipo consideraban a los trabajadores desempleados como activos nacionales que no debían ser «pauperizados» sin culpa propia.

Este grupo de liberales creía en ayudar a aquellos que no podían ayudarse a sí mismos y lograr colectivamente lo que no se podía lograr individualmente. El pensamiento de Keynes pertenece a este ámbito. Se dedicó a los emprendedores que no podían expandir sus operaciones de manera rentable a menos que otros hicieran lo mismo, y a los ahorradores que no podían mejorar su posición financiera a menos que otros estuvieran dispuestos a pedir prestado. Ninguno de los dos grupos puede tener éxito solo con sus propios esfuerzos. Y su fracaso en lograr sus propósitos también perjudica a todos los demás.

¿Cómo es eso? Keynes dijo: Las economías producen en respuesta al gasto. Si el gasto es débil, la producción, el empleo y los ingresos serán correspondientemente débiles. Una fuente vital de gasto es la inversión: la compra de nuevos equipos, fábricas, edificios y similares. Pero a Keynes le preocupaba que los empresarios privados, dejados a sus capacidades, realizaran muy pocos gastos de este tipo. Él argumentó, provocativamente una vez, que Estados Unidos podría gastar su camino hacia la prosperidad.

Los primeros economistas eran más radicales. Creían que, si la voluntad de invertir era débil y el deseo de ahorrar era fuerte, la tasa de interés caería para alinear a los dos. Keynes pensó que la tasa de interés tenía otro rol. Su tarea consistía en persuadir a la gente a desprenderse del dinero y, en cambio, mantener activos menos líquidos.

El atractivo del dinero, como lo entendía Keynes, era que permitía a las personas preservar su poder adquisitivo mientras diferían las decisiones sobre qué hacer con él. Les daba la libertad de no elegir:

  • Si la demanda de la gente por este tipo de libertad fuera particularmente feroz, se separarían del dinero solo si otros activos parecían irresistiblemente baratos en comparación.
  • Desafortunadamente, los precios de activos muy bajos también deprimirían el gasto de capital, lo que provocaría una disminución de la producción, el empleo y las ganancias.
  • La caída de los ingresos reduciría la capacidad de la comunidad para ahorrar, exprimiéndola hasta que coincida con la escasa disposición de la nación para invertir.
  • Y allí la economía languidecería.

El desempleo resultante no solo era injusto, también era tremendamente ineficiente. El trabajo, Keynes señaló, no se cumple. Aunque los trabajadores mismos no desaparecen por falta de uso, el tiempo que podrían haber dedicado a la economía se desperdicia para siempre.

Tal desperdicio aún persigue al mundo. Desde principios de 2008, la fuerza de trabajo estadounidense ha invertido 100,000 millones de horas menos de lo que podría tener si tuviera un empleo pleno, según la Oficina de Presupuesto del Congreso. Keynes a menudo era acusado por los oficiales de una despreocupación excesiva por la rectitud fiscal. Pero eso no era nada en comparación con el extraordinario desperdicio de recursos del desempleo masivo.

Algo ligeramente rosado

El remedio que se asocia más a menudo con Keynes era simple: si los empresarios privados no invirtieran lo suficiente para mantener un alto nivel de empleo, el gobierno debería hacerlo en su lugar. Estaba a favor de ambiciosos programas de obras públicas, incluida la reconstrucción del sur de Londres desde County Hall hasta Greenwich, de modo que rivalizara con St. James’s. En su carta a Hayek, admitió que su acuerdo moral y filosófico con «El camino a la servidumbre» no se extendía a su visión económica. Era casi seguro que Gran Bretaña necesitaba más planificación, no menos. En la «Teoría General» prescribió «una socialización de la inversión algo comprensiva».

Sus peores críticos han aprovechado las implicaciones iliberales, incluso totalitarias, de esa frase. Es cierto que el keynesianismo es compatible con el autoritarismo, como lo demuestra la China moderna. La pregunta interesante es esta: ¿si el keynesianismo puede funcionar bien sin liberalismo, puede el liberalismo prosperar sin keynesianismo?

Los críticos liberales de Keynes proponen una variedad de argumentos:

  • Algunos rechazan su diagnóstico. Las recesiones, argumentan, no son el resultado de un déficit de gasto curable.
  • Ellos mismos son la cura dolorosa para gastos mal dirigidos.
  • Las depresiones no representan un conflicto entre la libertad y la estabilidad económica.
  • El remedio no es menos liberalismo sino más: un mercado laboral más libre que permita que los salarios caigan rápidamente cuando aumenta el gasto.
  • El fin de los bancos centrales activistas, porque las tasas de interés artificialmente bajas invitan a inversiones mal dirigidas que terminan fracasando.

Otros dicen que la cura es peor que la enfermedad. Las recesiones no son motivo suficiente para infringir la libertad. Este estoicismo estaba implícito en las instituciones victorianas como el patrón oro, el libre comercio y los presupuestos equilibrados, que ataron las manos de los gobiernos, para bien o para mal. Pero, en 1925, la sociedad ya no podía tolerar ese dolor, en parte porque ya no creía que era necesario. 

Una tercera línea de argumento acepta principalmente el diagnóstico de Keynes, pero tiene conflicto con su prescripción más famosa: la movilización pública de la inversión. Los liberales posteriores a Keynes depositaron más fe en la política monetaria. Si la tasa de interés no reconciliara naturalmente el ahorro y la inversión en altos niveles de ingresos y empleo, los bancos centrales modernos podrían reducirla hasta que lo hiciera. Esta alternativa se sentó más cómodamente con los liberales que el activismo fiscal keynesiano. La mayoría de ellos (aunque no todos) aceptan que el estado tiene la responsabilidad por el dinero de una nación. Dado que el gobierno necesitará una política monetaria de uno u otro tipo, también podría elegir una que ayude a la economía a desarrollar todo su potencial.

Estos tres argumentos tienen refutaciones:

  • Si una economía ha gastado mal, seguramente la solución es redirigir los gastos, no reducirlos.
  • Si los gobiernos liberales no luchan contra las recesiones, los votantes recurrirán a gobiernos antiliberales que lo hagan, poniendo en peligro las mismas libertades que la piadosa inacción del gobierno debía respetar.

Por último, Keynes mismo pensó que el dinero fácil era útil. Él solo dudaba de que fuera suficiente. Sin importar lo generosamente provisto, la liquidez adicional puede no reactivar el gasto, especialmente si las personas no esperan que la generosidad persista. Dudas similares sobre la política monetaria han revivido desde la crisis financiera de 2008. La respuesta de los bancos centrales a ese desastre fue menos efectiva de lo esperado. También fue más entrometido de lo que a los puristas les gustaría. Las compras de activos de los bancos centrales, incluidos algunos valores privados, inevitablemente favorecieron a algunos grupos sobre otros. Por lo tanto, comprometieron la imparcialidad en los asuntos económicos que corresponden a un estado estrictamente liberal.

En crisis severas, la política fiscal keynesiana puede ser más efectiva que las medidas monetarias. Y no necesita ser tan torpe como sus críticos temen. Incluso un estado pequeño y sin pretensiones debe llevar a cabo alguna inversión pública, en infraestructura, por ejemplo. Keynes pensó que estos proyectos deberían programarse para compensar las caídas en el gasto privado, cuando los hombres y los materiales serían de todos modos más fáciles de encontrar.

Al promover la inversión, le complació tener «todo tipo de compromisos» entre la autoridad pública y la iniciativa privada. El gobierno podría, por ejemplo, suscribir los peores riesgos de algunas inversiones, en lugar de emprenderlas por sí mismo.

En la década de 1920, Gran Bretaña contaba con impuestos progresivos y un seguro nacional obligatorio, que recaudaba contribuciones de los asalariados y las empresas durante los períodos de empleo, luego desembolsaba los beneficios de desempleo durante períodos de desempleo. Aunque no se concibió como tal, estos arreglos sirvieron como «estabilizadores automáticos», eliminando el poder adquisitivo durante los auges y restaurándolo durante las caídas.

Esto puede ser llevado más allá. En 1942, Keynes respaldó una propuesta para reducir las contribuciones de seguro nacional durante los malos tiempos y elevarlos en los buenos tiempos. En comparación con la inversión pública variable, este enfoque tiene ventajas: los impuestos a la planilla, a diferencia de los proyectos de infraestructura, se pueden ajustar con el trazo de un bolígrafo. También difumina las líneas ideológicas. El estado es más keynesiano (juzgado por el estímulo) cuando también es el más pequeño (medido por su recaudación de impuestos).

La teoría keynesiana es finalmente agnóstica sobre el tamaño del gobierno. El propio Keynes pensó que una imposición fiscal del 25% del ingreso nacional neto (aproximadamente el 23% del PBI) es «aproximadamente el límite de lo que se soporta fácilmente». Le preocupaba más el volumen de gasto que su composición. Estaba muy contento con la idea de dejar que las fuerzas del mercado decidieran qué se compraba, siempre que fuera suficiente. Hecho bien, sus políticas solo distorsionaban el gasto que de otro modo no habría existido.

Ciertamente, el keynesianismo puede ser llevado al exceso. Si funciona demasiado bien para reactivar el gasto, puede estresar los recursos de la economía, produciendo una inflación crónica (una posibilidad que también preocupa a Keynes). Los planificadores pueden calcular mal o sobrepasarse. Su poder para movilizar recursos puede invitar a un cabildeo intenso, que puede volverse militante, requiriendo una respuesta fuerte del gobierno. Los estados totalitarios que Keynes, trabajó duro para derrotarlos, demostraron que la «movilización central de recursos» y «la regimentación del individuo» podrían destruir la libertad personal, como él mismo señaló una vez.

Pero Keynes sintió que el riesgo en Gran Bretaña era remoto. La planificación que propuso fue más modesta. Y algunas de las personas que lo llevaban a cabo estaban tan preocupadas por el socialismo rampante como cualquiera. La planificación moderada será segura, argumentó Keynes en su carta a Hayek, si los que la implementan comparten la posición moral de Hayek. Los planificadores ideales son reacios. El keynesianismo funciona mejor en manos de Hayekianos. Lampadia