La ley inexequible

Aníbal Quiroga León
Jurista. Profesor Principal PUCP
Para Lampadia

Una ley, por su propia naturaleza, es exequible. Y se dice que la ley es considerada exequible cuando su contenido se ajusta a la Constitución Política del Estado. El término, en la interpretación jurídica a contrario sensu, se contrapone a su antónimo de inexequible que ocurrirá cuando la ley no se ajuste al contenido expreso de la Carta Política y, por lo tanto, no pueda ser válidamente exigida en su cumplimiento.

Una norma jurídica, explicaba James Goldschmidt en su teoría trilógica, siempre contiene tres elementos: un supuesto de hecho normativo (fattispecie), un valor (axiológico) y una sanción (coertio). El supuesto de hecho no es otra cosa que una representación de la realidad que el legislador hace en el imaginario de su descripción normativa: no matar a otra persona, es decir, no ocasionarle la muerte intencionalmente. No depredar el medio ambiente. Cumplir con los contratos. Ser buenos padres de familia en la crianza apropiada de los hijos y entre la relación de ambos cónyuges, etc. Son descripciones normativas detalladas en abstracto que necesariamente deben calzar con la realidad para que la norma tenga vigencia, efectividad y hacerse concretas y tangibles. Para ser concretizadas, dicen los alemanes.

Si, por ejemplo, una ley del Congreso estatuyese por rabiosa unanimidad que el embajador de los EEUU estuviese obligado en el término perentorio de tres días, a través de la Cancillería del Perú, a darle cupo a todos los interesados en el próximo viaje del transbordador de la Nasa hacia Marte, esa norma absurda carecería de eficacia alguna ya que su supuesto de hecho estaría tan alejado de la realidad (en verdad irreal, una irrealidad) que sería de imposible cumplimiento.

Así ocurre muchas veces en el derecho del civil law que es la familia jurídica en la que nos movemos y a la que estamos adscritos: el legislador, en un gabinete, imagina un supuesto de hecho que cree que calzará con la realidad.  La mayoría de las veces, con técnica y profesionalismo acertará, pero a veces estará muy distante de ella, haciendo la norma de muy difícil cumplimiento o, simplemente, de imposible cumplimiento. En este último caso se tratará de las leyes inexequibles, término jurídico de uso común en la jerga forense colombiana, por ejemplo.

La ley que ha aprobado el Congreso para la supuesta devolución de parte de los fondos de los jubilados de la ONP que tendría que hacer el Ejecutivo, adolece clamosamente de esa irrealidad y, por ende, de ser jurídicamente exigible: carece de exequibilidad. Dicho en buen cristiano, es absolutamente inexequible, incumplible, inejecutable. Y la razón es muy simple: el Congreso ordena que el Ejecutivo tome una parte de los “fondos” de la ONP producto de los aportes de los trabajadores formales que se quedaron bajo ese régimen (y no migraron a las AFP´s), que mensualmente les es descontado de su salario, para que, a cuenta de su jubilación, retiren una determinada cantidad de dinero. Pero es del caso que “ese fondo” es inexistente. El Congreso ha redactado y aprobado una ley con un supuesto de hecho que no coincide ni por mucho con la realidad, ya que, para mal de todos, ese fondo no existe.  En el sistema de la ONP los trabajadores que aportan de su salario no crean una cuenta personal capitalizable que signifique un ahorro, y que dé lugar a un “fondo” del cual el Estado sea depositario con cargo de su jubilación, de manera que, hipotecando parte de su jubilación futura, hoy puedan recibir una parte de ese “fondo fantasma” para paliar la crisis producida por la pandemia. No hay tal.

Los aportes del hoy sirven para pagar las jubilaciones del hoy generadas en el ayer, y las jubilaciones del futuro serán pagadas -en parte- con los aportes de los futuros trabajadores (nuestros hijos y nietos). Y encima hay un descalce, ya que lo que aportan los trabajadores del hoy no alcanza para pagar las actuales pensiones de los jubilados, trabajadores del ayer, por lo que mensualmente el Estado echa mano al presupuesto público (es decir, a nuestra plata) para completar las magras y míseras pensiones con las que pretende atender a los jubilados del ayer, del hoy y del mañana. ¿Tan difícil es entender algo tan simple?

Al no haber ese fondo, no hay como cumplir el supuesto normativo de la ley.  Por eso, esta ley, una vez observada por el Presidente de la República y votada por insistencia con mayoritaria y entusiasta algarabía, será promulgada directamente por el Presidente del Congreso.

¿Qué hacer? Los leguleyos ya piensan en acciones de amparo, en la Defensoría del Pueblo y en sendas medidas cautelares que no harían otra cosa que pervertir y desnaturalizar nobles instituciones y jalar interpretaciones forzadas a fin de detener su vigencia hasta que, llevada al banquillo de los acusados en el Tribunal Constitucional (TC), sea fulminada por éste en un plazo no mayor a cuatro meses.  Es decir, responderle al Congreso con la misma criollada y falta de rigurosidad jurídico-constitucional.

¿Qué pasará en esos cuatro meses?  Pues nada, si el obligado a hacer cumplir una ley es el Poder Ejecutivo conforme a la Constitución, y el es el destinatario de una ley absurda e irreal, lo más propio es que devuelva al Congreso la ley vigente, pero impracticable, con la firma del Presidente de la República y del Premier, teniendo atrás el voto aprobatorio del Consejo de Ministros, y premunido de por lo menos cinco informes jurídicos de los juristas más prestigiosos del país, no los áulicos del Gobierno, los verdaderos juristas, solicitándole al Congreso le aclare, mediante una ley interpretativa, dónde está el famoso fondito del cual se sacará el dinero para pagar ese adelanto de jubilación que la ley de marras pretende disponer.  En esas idas y vueltas, se pasaron los cuatro meses y ya el TC habrá fulminado la ley, tal como ayer lo hizo con la no menos famosa ley de los peajes, también inconstitucional por los cuatro costados.

Paralelamente a eso, el Poder Ejecutivo puede, al día siguiente de que la ley en cuestión sea promulgada por el Presidente del Congreso, aprobar junto con el Consejo de Ministros, un Decreto de Urgencia, suspendiendo los efectos de la misma hasta tanto no haya pronunciamiento final acerca de su constitucionalidad y viabilidad real en el TC. No por nada la propia Constitución dice que mediante decretos de urgencia -normas jurídicas con rango material de ley- el Presidente de la Republica puede “dictar medidas extraordinarias (…) con fuerza de ley, en materia económica y financiera, cuando así lo requiere el interés nacional y con cargo a dar cuenta al Congreso…”.

Las dos medidas no se contraponen, tendrían a la opinión pública de su lado y daría tiempo a que apenas se promulgue la ley sea ingresada la demanda de inconstitucionalidad al TC, para su admisión y tramitación urgente hacia el Congreso, su defensa, audiencia y sentencia, tal como ha pasado ayer -ya se dijo- con la no menos famosa ley de los peajes.

Un sistema constitucional mínimamente ordenado requiere de leyes basadas en la realidad, razonabilidad y constitucionalidad. Y ello debe recaer en un sistema económico de las mismas características, dado que la riqueza de una nación no se crea por leyes, sino por el esfuerzo de todos sus estamentos, sobre todo de los trabajadores de todos los niveles, de los servidores públicos y de los empresarios. Una absurda ley -de corte chavista/bolivariano- no puede tirar eso por la borda y crear un forado económico que nos condene a todos, como país, a más crisis y más pobreza. Si no, nos bastaría crear el ministerio de la felicidad con la dirección general del goce y riqueza perpetua, y tendríamos el problema resuelto.

Sin esos requisitos: realidad, razonabilidad y constitucionalidad no es ley válida de la República, será tan solo un remedo de ley y ella sola se pondrá en el lado de su no exigencia, de su no vinculatoriedad, de su inexequibilidad; deslegitimando aún más al actual Congreso corto y mocho producto apresurado de una muy errada decisión de dudosa constitucionalidad como fue la disolución del anterior Congreso. Pero esa es otra historia…

Lampadia




¿Puede el TC cambiar la constitución?

Jorge Campana
Magíster en Derecho Constitucional, abogado del Congreso
Para Lampadia

El proyecto de sentencia propuesto por el magistrado Ramos para resolver el proceso competencial -iniciado por el Congreso contra la decisión del Gobierno de disolverlo- omite en su extenso marco de antecedentes y en la motivación, uno de los aspectos centrales de la demanda competencial, que es analizar si el Ejecutivo estaba facultado para exigir  la paralización inmediata del procedimiento de elección de los magistrados, como lo hizo el Presidente del Consejo de Ministros, con la consiguiente alteración de la agenda parlamentaria. En la ponencia no se hace razonamiento alguno en torno al respeto por el debido proceso parlamentario, por las normas del Reglamento del Congreso, o por la facultad exclusiva y excluyente que le otorgan al Congreso la Constitución y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para decidir tanto el procedimiento por el que se deben elegir a los Magistrados de dicho organismo jurisdiccional, como la oportunidad para realizar esa elección, dándose por sentada la preeminencia de supuestas facultades del Gobierno para excluir o anteponerse a las del Poder Legislativo.

Si bien el ponente admite que la cuestión de confianza tenía dos pretensiones: 1) la aprobación de un proyecto de reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional; y 2) la paralización del procedimiento de elección de los magistrados; sólo analiza ampliamente la constitucionalidad del pedido de aprobación del proyecto de reforma de la citada Ley Orgánica, que es un tema pacífico, sobre el cual no existe controversia; pero no analiza la constitucionalidad de la segunda pretensión, que es el pedido de paralización inmediata del procedimiento de elección de los magistrados, el cual es un aspecto medular de la demanda competencial; limitándose a recordar la preocupación de algunas entidades que alegaban falta de transparencia en el procedimiento.

En ese sentido, la ponencia no efectúa el indispensable análisis sobre la constitucionalidad de que se utilice la cuestión de confianza para exigir la paralización del procedimiento parlamentario de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional; por  el contrario deja abierta la posibilidad de que el Ejecutivo, haga uso de ella en forma indiscriminada y que aduciendo que existe algún “asunto de un marcado interés nacional”, plantee cuestión de confianza para la paralización de cualquier procedimiento parlamentario que se le ocurra.

No hay un solo fundamento con el cual se refuten o desestimen los argumentos con los que el demandante defiende las atribuciones parlamentarias menoscabadas y que son el núcleo de lo que se demanda en el proceso competencial. Dichos argumentos son totalmente ignorados para recoger en forma exclusiva la tesis con la cual el Poder Ejecutivo sustenta la inconstitucional disolución del Congreso, reproduciendo textualmente argumentos del Gobierno demandado -en la parte de la sentencia «ANÁLISIS DEL CASO CONCRETO» B) Determinación de los hechos»- sin siquiera darse el trabajo de verificar si lo que cita contiene información falsa  [como cuando cita el discurso del Presidente del Consejo de Ministros con el que se plantea la cuestión de confianza, en el que se afirma que mientras «(…) en el 2014 pasaron tres meses, entre la instalación de la Comisión Especial y la presentación al Pleno, y en el 2017 pasaron apenas 6 días para el mismo lapso, para elegir a un integrante, este año han pasado solo 5 días.»]. Esta afirmación del entonces Presidente del Consejo de Ministros, Salvador Del Solar, es falsa y preocupa la ligereza y poca rigurosidad del magistrado Ramos al hacer suya dicha versión, pues la conformación de la Comisión Especial se aprobó por el Pleno del Congreso el 22 de noviembre del 2018 (más de 9 meses antes de la fecha de elección de candidatos a magistrados del TC por el Pleno del Congreso) y la relación de candidatos a magistrados y sus currículos se difundió el 18 de setiembre de 2019 (12 días antes de la fecha de elección por el Pleno).

¿Todo vale con tal de darle la razón al Gobierno?

Si bien la ponencia dedica más de 50 de páginas -de las 79 que tiene- a antecedentes y a un marco teórico, éstos no están orientados a realizar un análisis objetivo del caso para determinar si existió interferencia del gobierno en funciones que son exclusivas del Congreso; sino a demostrar como sea -con poco éxito- que la disolución del Congreso fue constitucional.

De otro lado, la ponencia propone hacer del Presidente de la República el intérprete final de cada uno de los actos y decisiones del Congreso, desde que se formula la cuestión de confianza, porque será él quien decida si se aprobó una cuestión de confianza o si fue denegada; y lo decidirá sin importar lo que determine el Congreso. Ahí donde éste diga que la cuestión de confianza ha sido concedida, el Presidente podría interpretar que no lo fue. De este modo, se convierte la facultad de disolver el Congreso en una atribución discrecional del Presidente de la República, porque ya no estará condicionada a la negación objetiva de la confianza a dos gabinetes por parte del parlamento, a través de votaciones como es en el resto del mundo donde existe esta institución; sino que estará sujeta a lo que el mandatario interprete sobre las decisiones y actos del Poder Legislativo relacionados a las cuestiones de confianza planteadas. En otras palabras –de aprobarse la ponencia del Magistrado Ramos- el TC estaría introduciendo por la vía interpretativa un cambio importante en la Constitución.

Lo más alarmante es que el único argumento para fundamentar una modificación constitucional tan trascendente es que si esta nueva facultad se ejerce «de manera reiterada, [interpretando] que las cuestiones de confianza que han sido votadas a favor del Presidente del Consejo de Ministros se asuman como denegadas -con el propósito de poder disolver el Congreso de la República- ello solo generará un serio desgaste para el mismo gobierno, así como el eventual cuestionamiento del respeto al equilibrio de poderes». Por lo tanto, el ponente supone con candor enternecedor que «[e]s bastante improbable que un gobierno que demuestre, de manera recurrente, que le es sumamente dificultoso adoptar medidas de coordinación con el Congreso de la República pueda gozar de un importante nivel de lealtad popular». O sea, que la sanción ante el abuso reiterado de esta nueva facultad exorbitante que se le conferiría al Presidente es que pueda caer un poco en las encuestas. En todo caso, el ponente afirma que el parlamento disuelto siempre podrá -como premio consuelo- recurrir al TC y litigar ante éste durante meses, permitiendo en ese lapso la usurpación de su función legislativa y que se le impida ejercer las demás, así como la concentración de poderes en el Ejecutivo y que el país se vea sumido en la inestabilidad política. Lampadia